24 de marzo de 2009, por Rolando Lazarte
Esa mañana no dormiría. La tarea de procesar al proceso era ardua, interminable. Ya no tenía conocimiento del número de veces que se había volcado sobre esa tarea. La concebía infinita. El país, su vida, divididos en un antes y un después que, sin embargo, reconocían profundas imbricaciones. Sin el estiércol, no habría la planta, no habría florecer. Ellos son el estiércol pensó. El pasado es el estiércol. La abominación, el robo de bebés, la tortura, la fuerza bruta, la mentira, la canallada, la traición, el abuso de toda especie, la inversión de valores, son el no que me permite ser el sí hoy. Sin la ignominia, no sabríamos adónde ir. Cuál es el bien y cuál es el mal. Qué elegir. Ese veinticuatro de marzo, no dormiría. En algún lugar de América del Sur, un pueblo se levantaba en masa, a la hora en que la traición y la aberración, vestidas con la bandera de la patria, se enseñorearon, por años, en un país que se nos figuraba intocable, destinado a lo sublime, signado por los tiempos para apuntar rumbos a la humanidad. Una Argentina que quisimos socialista, justa, libre, soberana, plural, diversa, autónoma, fraterna, de pronto se vio sumergida en la saña dictatorial de un grupo de vendepatrias encumbrados en el poder absoluto, que durante años la sometieron al miedo, al desamparo, a la violación sistemática de todo lo que es bueno, lo que es noble, lo que es valioso. Entregaron las riquezas del país y sometieron a su gente, a quienes les pagaban los salarios, a todo tipo de vejámenes. ¿Quiénes serían ellos? ¿Serían argentinos? No lo creía. Mataron jóvenes, viejos, mujeres y hombres, sin distinción, sin derecho a nada. Cínicos, perversos, la cara de la hiena Videla, la frialdad asesina de un Astiz o de un Von Wernick, de un Massera, de un Galtieri, que entregó las Malvinas. Pasaba la historia por su mente, por su pecho. El mate se enfriaba abajo, y sabía ser estas líneas, parte de un mosaico infinito de historias, de memorias, bien y mal contadas, ciertas y erradas. Ya la moto pasaba por al lado, y algún auto se aproximaba. El barullo del mar adormilaba. Dejaría para otra hora la infinita tarea de procesar las tareas del proceso, la tarea de procesar al proceso. La interminable tarea de procesar al proceso de reorganización nacional. El tigre Acosta, la Esma, los imbéciles que tratan de igualar guerrilla y genocidas, muy al gusto de los Grondona y La Nación. La la la nación. Sin saber, o haciéndose los que no saben, que desde 1973 la guerrilla estaba bajo comando militar. La la la Nación. Nacional. Nación. Jugaba con palabras, o dejaba que ellas jugasen. Rima, amar, ramo. Mora. Amor. ¿Sabría el genocida de amor? No me gustaba que mataran policías en la calle, antes del golpe. Pero, pienso ahora, ¿Quién los mataba? Yo solamente disparo colores, canciones, poemas, pensó. No me gusta que maten a nadie. No me gustó que eliminaran a Pedro Eugenio Aramburu. No me gustaban los montoneros y su culto a la muerte. Eso es fascismo. Tampoco me gustó que mataran a Valle y compañía. No me gusta la muerte. No los asesinatos. No es bueno. Matar es malo, muy malo. Lo mío es la vida, pensó. El vecino se preparaba para ir a la playa, y, en breve, iría también. A ver el sol, a orar un poco, a ver las mujeres andando por la beira mar. Eso es vida. Eso es veinticuatro de marzo de 2009.
24 de marzo, por Rolando Lazarte
Como todos los días, esa mañana se levantó a las tres. La sensación de estar vivo. Respiró y sintió el aire fresco entrar en los pulmones. Llovía. Era el 21 de marzo. Faltaban tres días para aquél recuerdo que no quería tener, que no podía dejar de tener. Las memorias se agolpaban. 24 de marzo de 1976. Era como una avalancha de recuerdos que no podía ni quería detener. Los cuerpos cayendo en el patio de la casa. Los bandidos entrando. La gente que lo recibiera, tantos años atrás, más de tres décadas, pensó. Tanta gente buena, que le dio trabajo, que lo escuchaba, que hacían bromas. Brasil se levantaba y Argentina se hundía. Era el año de 1977. Habías llegado un ocho de diciembre, atravesando la frontera de Uruguayana. Muchos llegarían de distintos modos, por esos días. El primer trabajo, la primera cerveza, el carnaval, la escuela de sociología y política en São Paulo. Era mucha memoria. Mamá recordando, en llanto, el miedo de que tu hermano desapareciera en Buenos Aires. La llamada a tu otro hermano, que lo obligó a salir del país también. Los exilados. Veía la cara uno a uno, de todos ellos. La fiesta en la casa de la arquitecta tucumana cuyo hermano estuviera en un campo de concentración. Campo de concentración. ¿Eso no era en Alemania? Las noticias en el diario. Betty. Patricia. Susana. Nada de nombres propios. Susana. La casa de la estudiante universitaria. El padre Mario Miotto. El DOPS. Arturo. Leo. Blanca. Verónica. El señor Julio. Mariângela. La feirinha en la Herculano de Freitas. El Piolín y la Hilacha. El señor Joaquín. Ipiranga. Niteroi. Hugo Scholnick. Blanca. Irene. Guillermo. IUPERJ. Nada de nombres. Dom Fragoso. 1977. Puente del Inca. La montaña. Mamá. 1977. Ocho de octubre, la jura de la bandera en el cerro de la gloria. Soldado, conmigo. ¿Juráis a la patria seguir constanemente su bandera y defenderla hasta perder la vida? ¡Sí, juro! Veías un sol en el cielo. Las escalinatas hasta el cóndor de bronce subían como queriendo llegar más allá. Años después vendrías con María, con Sedi Hirano, con tus chicos, Leo, Naty, Carol, el Toty. Cuánto tiempo había pasado! Pasaba y no pasaba. Ese día, como todos os días, se levantó temprano y respiró hondo. Llovía. Sintió el aire fresco entrarle en los pulmones. ¡Sí, juro!
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